La versión del monólogo ¿Cómo puedo no ser Montgomery Clift?, presentada por la casa de La Maldita Vanidad bajo la dirección de Jorge Hugo Marín e interpretada por Camilo Sebastián, se erige como un audaz ejercicio de apropiación dramatúrgica que respeta la fragmentación del texto de Alberto Conejero, pero la proyecta hacia un territorio más radical y visceral: un teatro de confrontación directa, fisicalidad intensa e interpelación constante al espectador. Si en la propuesta original el mito se abordaba desde la nostalgia poética, aquí Marín lo desmenuza hasta dejarlo en carne viva, obligando al espectador a percibir la herida abierta del ícono. Dándole la oportunidad de devorarlo o verse reflejado en él.
Una de las virtudes más evidentes del montaje es hacer visible lo que en la última edición de la obra de Conejero permanecía latente:
la sexualidad como herramienta y campo de poder, la violencia
pasivo-agresiva convertida en lenguaje cotidiano y la pulsión de muerte transformada en motor creativo.
El espectáculo es salvaje y expansivo; aunque se mantiene anclado a la lírica de Conejero, está adaptado al habla colombiana, ensuciándolo con gestos, sudor y respiración entrecortada. El mito se desmitifica y el Clift que aparece se despliega como un cuerpo concreto, defectuoso, ebrio, humillado, excitado, envidioso, generoso, vengativo y cruel:
un tótem del dolor y la disidencia.
El monólogo alterna la intimidad de gestos mínimos, como peinarse antes de una foto, con explosiones verbales contra periodistas o colegas, componiendo el retrato de un hombre incapaz de autorregularse, que se alimenta de sus fracasos y heridas para sostener su imagen de actor intenso y maldito, aunque esa intensidad lo consuma.
La puesta en escena deja que el personaje esté aislado, pero nunca que esté completamente solo: los periodistas, el asistente de vestuario, Lorenzo, Marlon Brando, Elizabeth Taylor, su madre Ethel, los otros personajes incidentales y su voz interna funcionan entonces como fuerzas en tensión, potenciando el contraste entre su lucidez corrosiva y sus impulsos delirantes autodestructivos.
La fragmentación de la obra original se conserva, aunque con varios recortes realizados de manera deliberada, un número completo eliminado y un final luminoso modificado que deja en suspenso al público, y preguntándose si el último diálogo pertenece a Clift o al actor que lo interpreta.
Cada bloque -accidente, entrevistas, discusiones, duelos- funciona como un cuadro autónomo, con cambios abruptos de energía y registro.
La rueda de prensa con los periodistas se construye como un duelo verbal en el que Clift demuestra su capacidad para manipular la narrativa y su incapacidad para controlarse; se enfatiza en esta adaptación el carácter performativo de esta confrontación, donde lo relevante no es la verdad, sino cómo se cuenta.
En “Solo de trompeta” y “Goodbye, little dream, goodbye”, el Óscar imaginado condensa el deseo de trascendencia y la frustración de la derrota. La escena sexual de “Un apartamento en Ogunquit” expone de forma desgarradora la vulnerabilidad y la distancia afectiva, atravesadas por las relaciones de poder, la transaccionalidad, el rechazo y un deseo de sedación emocional imposible.
En “Marlon en las calles de Omaha”, la admiración envenenada y la proyección de la propia decadencia en el otro alcanzan un duelo actoral feroz. El último encuentro con Elizabeth sintetiza la imposibilidad de mantener alianzas y amistades sin corromperlas y volverlas tóxicas.
El último bloque, modificado en esta versión, es el ensayo de un fragmento de “La gaviota” de Chéjov con la intervención del director, lo que aporta un cierre metateatral y la pregunta “¿Cómo puedo no ser Montgomery Clift?” se convierte entonces en un espejo invertido que cuestiona directamente al espectador y deja en duda si la pregunta proviene del actor o del propio Clift.
El montaje explota la corporalidad y la sensorialidad de manera innegable:
el diseño sonoro, de luz y de arte no solo aportan a la construcción de la atmósfera, sino que se convierten en detonantes de acciones y emociones.
La utilería -banco, bañera, botellas, libreto, peineta- se utilizan no como decoración, sino como catalizadores de experiencia dramática.
La alternancia en la intensidad, tono, timbre y duración de las palabras, junto con el encadenamiento de la frases, es crucial. En esta obra el tempo-ritmo es clave: pausas incómodas, silencios casi violentos, repeticiones y cambios drásticos de velocidad sostienen el vértigo emocional del personaje.
La ruptura de la cuarta pared convierte al público en cómplice o testigo forzado, intensificando la inmersión en la experiencia.
La adaptación de Marín y su equipo transforma la poesía melancólica de Conejero en un acto teatral crudo y encarnado, donde la herida no solo se nombra: se expone, se respira y se siente. Es un teatro que hiere con belleza, que confronta, que fascina, que obliga a mirar más allá del mito.
Nos conduce orgánicamente a una pregunta inevitable: ¿qué queda del ícono cuando se despoja de su aura y se convierte en persona?
Pues la obra revela el abismo entre estrella y ser humano, y nos enfrenta a la vulnerabilidad que todos compartimos.
Es una puesta en escena que nos obliga a cuestionarnos:
¿qué queda de nosotros cuando nos despojan de toda máscara y quedamos completamente expuestos?
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